domingo, 30 de julio de 2006

El Turco primero

EL CASO POBLETE

El viernes se conocerá el veredicto contra el represor Julio Simón, alias “Turco Julián”. Será la primera sentencia de un tribunal oral por torturas y desapariciones luego de dos décadas de impunidad.

Por Diego Martínez

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Veinte años, siete meses y 25 días después del fallo que condenó a los máximos responsables del genocidio argentino, el viernes la Justicia volverá a dictar sentencia por desapariciones y torturas cometidos al amparo del Estado terrorista. Se pronunciará en el caso de los secuestros de José Poblete, Gertrudis Hlaczik y la sustracción de su hija Claudia Victoria. Es la causa en la cual el Centro de Estudios Legales y Sociales reclamó la inconstitucionalidad de las leyes de impunidad y en la que se pronunciaron los primeros fallos en ese sentido: primero el juez Gabriel Cavallo, luego la Cámara Federal porteña y finalmente la Corte Suprema. Lejos de los altos mandos juzgados en 1985, el Tribunal Oral integrado por Luis Di Renzi, Guillermo Gordo y Ricardo Farías fallará sobre la conducta del policía Julio Simón, alias “Turco Julián”, símbolo de los torturadores autóctonos no sólo por su perversidad sino por ufanarse en televisión de su trabajo sucio en los centros clandestinos Club Atlético, El Banco y El Olimpo.

“El criterio general era matar a todos”, explicó Simón en 2000 en Canal 13. Seis años después, ante un tribunal con plenas garantías prefirió no hablar, pero no pudo evitar escucharse. “Participé en frenar la guerra asesina que nos traían del exterior”, dijo. “Supongo que se nos eligió por aptitudes”, se vanaglorió. Se diferenció de los burócratas “de las oficinas donde supuestamente (sic) tomaban las decisiones”. Ellos “no convivían con los detenidos, leían carpetas pero no interpretaban. Vedarle la libertad o darle muerte a una persona es algo muy cruel. Nadie quería estar con el detenido porque no había capacidad de excluirlo del destino final. Hacían lo más fácil: ponían ‘DF’. Todos se lavaban las manos”, explicó. Los sobrevivientes que declararon ante la Justicia demostraron que no fue su caso.

“Julián era el encargado de la bienvenida”, recordó Enrique Ghezán. “Me golpeó con los puños, cadenas, rebenque y después me tiraron agua con sal”, contó Susana Caride. “Era capaz de pegarle a una persona y al rato tomar mate. ‘Sos una montonera hija de puta’, decía, y al rato ‘tomá un puchito, ¿por qué estás mal?’”, relató Graciela Tro- tta. Cuando Mónica Brull, ciega, llegó al Olimpo, un represor le advirtió a Simón que estaba embarazada. “Fulana estaba de siete meses y no le pasó nada”, le respondió. A Mario Villani le aclaró: “Esta es mi casa”. Jorge Taglioni lo vio dormir “en la parrilla donde nos picaneaba”. Se paseaba “con una bandera nazi en el brazo”, contó Taglioni. Julio Lareu recordó “las marchas nazis para amedrentar a los judíos”. A Tita Sacolasky la obligó a cantar el himno durante toda una noche. No se salvó ni el perro de una pareja, “al que pasaba, lo pateaba y decía ‘perro judío’”.

Tampoco faltaron relatos sobre asesinatos. Villani recordó a “un muchacho maestro, judío y comunista”. Lo vio atado a una mesa y a Simón con un cable de 220 voltios en la mano y un palo de escoba en el ano de su presa. Cuando le ordenaron liberarlo dijo “menos mal que se murió el judío de mierda, si no tenía que soltarlo”. Isabel Fernández Blanco recordó el caso de Mario Romero, a quien “tirado en el piso el Turco le pega de una forma brutal. Lo escuchan todos. Al otro día nos enteramos de que había muerto”. El ex gendarme Omar Torres, guardia de El Olimpo, recordó que “muchos no aguantaban la picana. Los dejábamos bien y los sacábamos destruidos o muertos”. Quien “siempre venía por las noches era el Turco Julián. Lo acompañaba un perro policía y la botella de whisky. Parece que necesitaba tomar coraje para torturar”.

Simón no ocultaba su capacidad para decidir la muerte ajena. Tres testigos recordaron que antes de ser liberados les ordenó que se levantaran la venda y lo miraran. “Soy el Turco Julián –arrancó–. Estamos cerca de Navidad, del nacimiento de Dios. Acá nosotros somos Dios, decidimos la vida y la muerte, y en función de la Navidad les vamos a perdonar la vida a ustedes, que son perejiles, para que sean testimonio del horror que pueden pasar los que atenten contra nuestra forma de vida. Los liberamos pero son boletas caminando. Y de los que no están acá, olvídense”. A Elsa Lombardo le advirtió “perdonamos la vida una sola vez”. Adriana Trillo recibió la última visita días antes de la asunción de Alfonsín. “Viene la democracia pero no se olviden: vamos a estar siempre”. Cuando Tita Sacolasky lo vio en un bar y le preguntó: “¿Te acordás de la judía de mierda?” Simón retrucó: “¿Quién creés que te dio la libertad?”. A pesar de los 28 años transcurridos ninguna de estas atrocidades será condenada aún.

¿Qué se juzga?

José Poblete y Gertrudis Hlaczik, militantes de Cristianos para la Liberación, fueron secuestrados el 28 de noviembre de 1978. José era chileno. Había perdido las piernas a los 16 años cuando lo atropelló un tren. Antes de viajar a rehabilitarse creó la Escuelita para el Niño Trabajador, donde enseñó a leer y escribir. Aquí impulsó el Frente de

Lisiados Peronistas, que en 1974 consiguió una ley que obligó a los patrones a emplear un cinco por ciento de discapacitados. Trabajando en Alpargatas conoció a Gertrudis, estudiante de psicología dos años menor.

En El Olimpo lo bautizaron Cortito y le sacaron la silla de ruedas para que caminara con los muñones. Simón lo obligaba a pelear a puño limpio. “Sentía especial felicidad en fomentar ese circo romano”, recordó Trotta. Un día los hicieron formar “una pirámide de hombres desnudos y arriba el Cortito, parado con las manos cual piedra movediza mientras ellos aplaudían”, contó Taglioni. “Se aprovechaba toda debilidad y ser lisiado lo era”, explicó Villani. Para peor “Gertrudis era muy bonita, con el estereotipo alemán, y no podían entender que un lisiado pudiera ser su pareja”, dijo Ghezán. Jorge Robasto vio por la mirilla cuando “arrastraban a Gertrudis desnuda, de los pelos, a la sala de torturas”. Isabel Cerrutti recordó que “a Gertrudis la hicieron boxear con otra chica. Si no se pegaban lo suficiente (nunca era suficiente) las golpeaban los represores”.

Trotta cuidó durante un día a Claudia Victoria en la enfermería de El Olimpo. “Colores y el Turco me dieron la bebé”, declaró. Luego prometieron llevársela a los padres de Gertrudis, quien escribió una carta con consejos que nunca llegó a destino. Varios escucharon a Julián confirmándoles la entrega. La noche de Navidad Gertrudis pudo llamar a su casa. “Simón la llevó al teléfono”, afirmó Cerrutti. Cuando preguntó por la nena le cortó. “Hay cuestiones que es mejor no preguntar”, le dijo. Gertrudis se desesperó. “Tal vez me equivoqué de casa pero quédense tranquilos que la vamos a rescatar”, prometió Simón. A fines de enero de 1979 se los vio por última vez. Claudia Victoria recuperó su identidad en el 2000.

Las querellantes Carolina Varsky por el CELS y Alcira Ríos por la familia Poblete calificaron los hechos como delitos de lesa humanidad y pidieron 50 años de prisión, pena máxima según el ordenamiento penal vigente. El fiscal Raúl Perotti (aún con sumario abierto en la Procuración por presenciar torturas en La Pampa en sus tiempos de defensor oficial e insuperable a la hora de confundir personas, rebautizar organizaciones, formular preguntas incomprensibles o ya respondidas) pidió 24 años y medio, seis meses menos de la pena máxima vigente en 1978. Invocó como atenuante en favor de Simón su “carencia de antecedentes”.

La segunda incógnita que se develará el viernes, además de la pena, será si el represor hablará antes del fallo. A sus víctimas solía decirles: “Levántense los tabiques, no tengo problema que me miren porque cuando se dé vuelta la historia no voy a tener problema en mirarlos”, recordó Cerrutti. Tres décadas después hubo que interrumpir dos veces la lectura de la acusación para que fuera al baño y tras la tercera audiencia prefirió no seguir escuchando los padecimientos de sus víctimas.

sábado, 15 de julio de 2006

Detuvieron al interrogador del centro clandestino La Escuelita

La Justicia de Bahía Blanca ordenó la detención del suboficial Santiago Cruciani, torturador del campo de concentración del Cuerpo V de Ejército. Su historia y los testimonios de sus víctimas.

Por Diego Martínez

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El lugar donde funcionó el centro clandestino del Cuerpo V del Ejército en Bahía Blanca.

“¡Dale de nuevo, Laucha!”, ordenaba con voz ronca al pie de la mesa de torturas. El Laucha apoyaba la picana sobre cuerpos desnudos, vendados, atados de pies y manos, que se arqueaban por el paso de la corriente. El recuerdo pertenece a Oscar Meilán, ex detenido-desaparecido del campo de concentración del Cuerpo V. La voz, “el Tío” o “mayor Mario Mancini”, alias e identidad de encubrimiento del suboficial de inteligencia Santiago Cruciani, principal interrogador de La Escuelita de Bahía Blanca, detenido el sábado por orden del juez federal Alcindo Alvarez Canale y alojado desde el lunes en un calabozo de la Policía Federal bahiense.

Su voz retumba en la memoria de los sobrevivientes. “Tenía una risa sarcástica y hacía gala de un gran manejo político”, recuerda Oscar Bermúdez. Su trabajo en Bahía comenzó a un año del golpe, cuando llegó al Destacamento de Inteligencia 181 y se vinculó con matones sindicales y militantes de la Concentración Nacionalista Universitaria. Los últimos dos meses de 1975 participó del Operativo Independencia, en Tucumán, y ya en los días previos al golpe interrogó bajo tortura a los primeros secuestrados de la ciudad. Pero lo suyo no se limitó al cuartel: también recibió en su oficina a familiares de desaparecidos, con los cuales mantuvo contacto epistolar cuando lo trasladaron a la Agregaduría Militar en Lima, a fines de 1977.

Hombre de convicciones religiosas, no dudó en acercarse a la parroquia Nuestra Señora del Carmen, donde oficiaba misa el sacerdote Néstor Hugo Navarro, actual obispo de Alto Valle, considerado por algunos sobrevivientes “el pastor que nos contuvo, la única voz de la Iglesia en Bahía Blanca”. Ante la Justicia, Navarro declaró que en junio de 1976 el falso Mancini “se presentó como suboficial del Ejército en el colegio La Inmaculada”. Trataron temas “de neto corte pastoral y espiritual”, incluso “se mostraba partidario sobre todo aspecto renovador de la Iglesia”. Con los meses el tema cambió: el sacerdote consultaba al torturador sobre “personas desaparecidas de mi conocimiento”. Le confesó que a Carlos Rivera lo tenía el Ejército (que días después lo fusiló en un tiroteo fraguado), que al desaparecido Horacio Russín “lo tiene la Armada”, y le anticipó la liberación de Diana Diez, secuestrada por la Marina, una semana antes de que se concretara.

El actual diácono de la parroquia, Alberto Migliorici, quien compartió un grupo pastoral con el torturador, recuerda el caso de Elizabeth Frers, militante católica formada en el centro pastoral La Pequeña Obra y en la Juventud Universitaria Católica, vista en La Escuelita y ejecutada en La Plata: “Estaba fascinado. Decía que era la síntesis perfecta entre catolicismo y marxismo. Un día dijo ‘vamos a tratar de sacarla a flote’.

Después dejó de nombrarla”. Consultado sobre los enfrentamientos fraguados, Cruciani “daba a entender que al Ejército no le interesaba mostrar grandes carnicerías sino pequeños enfrentamientos. Usaba el término ‘noticia falopa’, es decir información para justificar lo que hacían”.

El 31 de mayo de 2000, en el marco del Juicio por la Verdad, la Cámara Federal bahiense se trasladó a Mendoza para escucharlo. La acompañaron ex detenidos-desaparecidos que conocían su voz pero no su rostro. Encontraron a un hombre alto, calvo, pelo blanco, anteojos, bigote, cejas gruesas, jean y campera verde. “Se hacía el viejito decrépito, disfrazado de abuelito, no lo podía creer –recuerda la sobreviviente Patricia Chabat–. Sentí asco, ganas de preguntarle ¿dónde están los demás?, pero sólo atiné a gritar ‘Tío, Tío’, lo único que me salía.”

Cruciani dio sus datos personales y dijo “no voy a seguir declarando”. Los jueces le informaron que lo consideraban “uno de los ejecutores con mayor intervención en los interrogatorios” y ordenaron su arresto, domiciliario por su salud, hasta que se dignara a hablar. Su esposa Yolanda Pozzi denunció al tribunal bahiense por “privación ilegal de la libertad y torturas” (sic). Estuvo 36 días detenido hasta que la Corte Suprema ordenó a la Cámara Federal bahiense que remitiera el expediente a Casación Penal, que paralizó el juicio y ordenó liberarlo. Tras un escrache de HIJOS Mendoza se mudó a San Juan, pagos de los Pozzi, y luego a Mar del Plata, donde vive una de sus hijas. Hasta el sábado estuvo escondido en una casa del barrio 2 de Abril.

lunes, 10 de julio de 2006

A treinta años de la cueva de leones

ANIVERSARIO DE UN CRIMEN PARADIGMATICO OCURRIDO EN BAHIA BLANCA

Hace treinta años fueron secuestrados, torturados y acribillados dos delegados gremiales del diario La Nueva Provincia de Bahía Blanca. La directora los había acusado de formar un “sóviet”.

Por Diego Martínez

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Enrique Heinrich y Miguel Angel Loyola, obreros gráficos del diario La Nueva Provincia.

Tres meses después del golpe de Estado, mientras La Escuelita se poblaba de secuestrados y el Cuerpo V se cobraba sus primeras víctimas en tiroteos fraguados, un grupo de desconocidos vestidos de civil pero que se movilizaban en vehículos militares secuestró en sus hogares a Enrique Heinrich y Miguel Angel Loyola, obreros gráficos de La Nueva Provincia e integrantes del Sindicato de Artes Gráficas de Bahía Blanca. Durante los años previos ambos habían encabezado las reivindicaciones laborales de los trabajadores de la empresa. El diario, dirigido por Diana Julio de Massot, no denunció los secuestros, informó en veinte líneas la aparición de los cadáveres y nunca más recordó el caso. Cuando dos periodistas locales consultaron sobre esos asesinatos al responsable de los grupos operativos del Ejército, el general Acdel Vilas fue contundente: “Hay empresas que prefieren matar a sus empleados antes que indemnizarlos”. El arzobispo Jorge Mayer prefirió criminalizar a las víctimas para negarles su ayuda cristiana y la Justicia archivó la causa sin investigar.

Heinrich era maquinista en la rotativa y secretario general del sindicato. Loyola, esterotipista y tesorero. La primera tarea juntos fue a fines de 1971: como delegados del taller reafiliaron a varios compañeros expulsados cinco años antes. No era un contexto fácil. El 25 de mayo de 1973, ante el retorno de “un sistema que la ciencia política llama democracia” (LNP 25/5/73), la nieta del fundador dejó en claro que en su empresa el régimen castrense continuaba: Héctor Morelli, obrero de la rotativa, peronista acérrimo y tío de Heinrich, fue despedido por marchar frente al diario para festejar el triunfo de Héctor Cámpora.

A fines de 1973 los quites de colaboración en demanda de aumentos salariales demoraron la salida del diario, que se publicó con menos páginas de las habituales. El primer día de 1974 el acatamiento masivo a un paro desató la ira de la patrona, que como respuesta envió cuarenta telegramas de despido compulsivo y sin indemnización. Pero por orden del Ministerio de Trabajo debió reintegrarlos.

A mediados de 1975 los seis gremios que representaban a los trabajadores del multimedio (incluía también radio y canal de televisión) resolvieron en asamblea un paro por tiempo indeterminado. La medida “rompe el intento de diálogo”, explicó el asistente de dirección Federico Massot (ya fallecido) al delegado de Trabajo. En medio de referencias a Heinrich y Loyola, Massot destacó “fines políticos inconfesos” que ocasionan “un grave daño a la Nación”. Los gráficos exigían a la empresa (no a la Nación) la aplicación de un franco cada cuatro días, como establecía el convenio de trabajo. La medida tuvo alta adhesión, no hubo diario durante tres semanas y la empresa debió cumplir el convenio. En esos días el armador Manuel Molina, vocal del sindicato, fue baleado al llegar a su casa desde un Ami 8 gris que usaba el personal de seguridad del diario.

El día en que La Nueva Provincia reapareció, la directora denunció la “labor disociadora” de los delegados, “cuyos fueros parecieran hacerles creer, temerariamente, que constituyen una nueva raza invulnerable de por vida” (LNP 1/9/75). Sugirió que pretendían intervenir el diario para “cooperativizarlo o crear alguna otra forma de autogestión sovietizante”, los equiparó con “la infiltración más radicalizada del movimiento obrero argentino” y anunció que “esta empresa también conoce el ‘sóviet’ que aún usufructúa y aprovecha dentro de nuestra propia casa el desorden generado por un estado en descomposición”. Después condicionó el ingreso de los obreros a la firma de un acta por la cual se comprometían a colaborar y en caso de incumplimiento aceptaban ser despedidos sin indemnización. Los treinta que se negaron fueron suspendidos por cinco días.

La muerte embanderada

Al anochecer del 24 de marzo de 1976 Diana Julio y un veinteañero Vicente Massot desfilaron eufóricos con una bandera argentina alrededor de la rotativa, recuerda Molina. “¿A que no se animan a hacer huelga ahora?”, desafió la mujer a uno de los gremialistas, mientras su hijo le pateaba la bicicleta. En esos días de gloria cesantearon a 17 obreros gráficos, medida que excluyó a quienes tenían fueros sindicales.

A mediados de junio, mientras reclamaban el pago de días de paro descontados, Heinrich, Loyola y Molina fueron citados al Cuerpo V. “Nos recibió un capitán, no recuerdo el nombre”, cuenta Molina. Dijo ‘Muchachos, déjense de romper las pelotas, la mano viene dura’. No tomamos esa advertencia como una amenaza. No medimos qué había detrás”.

El 20 de junio la directora planteó desde su editorial que “la guerra contra la subversión debe ser total, frontal y definitiva” y exigió trasladar “dicha realidad a la ciudadanía, sin eufemismos absurdos ni verdades a medias”. Admitió la “manera no convencional” de enfrentar al enemigo, omnipresente “en la selva, el monte, la ciudad, la universidad, el hospital, el café-concert, el periodismo, la televisión e, incluso, la Iglesia”. Cuatro días después su diario publicó un comunicado del Cuerpo V sobre la muerte de Mónica Morán, “abatida en un enfrentamiento” según el Ejército, que la había secuestrado y mantenido varias semanas en cautiverio. En ese contexto de terror estatal y doble discurso llegó la hora de los gráficos.

Al atardecer del 30 de junio una patota se instaló en la casa de Loyola. Lo esperaron hasta las cuatro de la mañana, cuando terminó su jornada en la rotativa. A medida que llegaban, familiares y allegados fueron maniatados y vendados. “Algunos (de los secuestradores) usaban guantes y todos, por su manera de expresarse, denotaban cierta cultura”, declaró la mujer de Loyola en el sumario policial. Los vecinos vieron vehículos militares cortando la cuadra durante casi siete horas. Cuando cayó la presa, a los siete testigos del secuestro, incluida su mujer embarazada, los secuestradores les inyectaron somníferos en sus brazos para adormecerlos y no ser reconocidos. No sólo la Armada usaba este método en los vuelos de la muerte: también en La Escuelita bahiense se dopaba a las víctimas antes de trasladarlas.

Desde allí fueron a buscar a Heinrich, recién llegado del diario. Vivía con su esposa y cinco hijos en una casa de un dormitorio. Rompieron la puerta con un golpe seco y antes de que la familia alcanzara a moverse ya estaban en la habitación, encandilándolos con linternas. Heinrich pidió que se identificaran. “Somos de la Federal”, dijeron, y lo encañonaron. Mientras los chicos lloraban y la mujer intentaba detenerlos, Heinrich pidió que no le pegaran delante de sus hijos. Le ordenaron vestirse y se lo llevaron.

Palabra de Dios

Durante cuatro días estuvieron desaparecidos. Molina junto con un ex maestro del colegio La Piedad, donde había estudiado Loyola, fueron a la Curia a pedirle ayuda al arzobispo bahiense monseñor Jorge Mayer. Su respuesta fue la misma que escucharon todos los padres desesperados que lo consultaron por sus hijos secuestrados: “En algo andarán”. La noticia circulaba en los pasillos de La Nueva Provincia pero no apareció en sus páginas.

El domingo 4 de julio una familia que mateaba en “La cueva de los leones”, paraje a 17 kilómetros de Bahía, encontró los cadáveres maniatados por la espalda, con signos de torturas y destrozados a tiros. Los rodeaban 52 vainas calibre 9 milímetros. Aún no se sabe qué Fuerza intervino ni dónde transcurrieron sus cautiverios. Sí se sabe que ningún directivo ni periodista de La Nueva Provincia fue al velorio ni se solidarizó con las familias. El mismo día un miembro del sindicato de prensa recibió un llamado. “Ya hicimos cagar a dos rojos –le advirtieron–. El próximo sos vos.” Logró viajar a Tandil con la ayuda de un periodista que aún trabaja en la empresa.

Dos días después, bajo el título “Son investigados dos homicidios”, alguien escribió la noticia en veinte líneas, perdidas en una hoja tamaño sábana. Apuntó que “se desempeñaban en la sección talleres de este diario”. Fue la primera y última referencia de La Nueva Provincia al asesinato de aquellos dos obreros que tuvieron el descaro de representar con dignidad a los empleados de la empresa

Un día después de recibir el sumario policial, el juez penal de turno Francisco Bentivegna se inhibió de actuar y remitió la causa a su colega Juan Alberto Graziani, que al mes la archivó para siempre. En 1997 Jorge Molina consiguió que dos calles de la periferia bahiense recordaran a sus compañeros masacrados. Paradójicamente, están a pocas cuadras del “barrio de prensa Federico Massot”.